Un año ya desde la muerte de Agustín García Calvo. En su memoria —apabullado, además, como estoy por esa banalidad comercial que se ha impuesto del maldito Jalogüin, ¡desde la escuela infantil hasta las macrofiestas de adolescentes!— copio dos conjuros —3 y 10— de su Libro de conjuros.
3
¿Cómo puedes tú
tener un nombre entre los nombres?
Ni aunque sea un verbo
que diga «Pasó»,
«Pasará», «Pasara»,
¿cómo pueden hablar de ti los hombres?
Es mentira en flor;
semilla es de sus errores:
porque, si te nombran,
parece que ya
saben lo que eres,
y hasta pueden creer que te conocen;
y se dicen «Sí,
ya sé que viene; así que, entonces,
hago testamento»,
«me arreglo con Dios»
o «disfruto todo
lo que pueda abarcar de aquí hasta el tope».
Ah, ¡qué mala fe
la de esa voz que a ti te esconde
y te vuelve blanca
idea y te da
en el tiempo hora,
tú que el tiempo pariste con dolores!
Sí: también —lo sé—
mentira son los otros nombres,
y si digo 'rosa',
la rosa sin más
se me queda helada
en los labios diciendo 'rosa, rosae';
o si ahora —¿ves?—
he dicho 'labios', con el roce
de su nombre secos
mis labios están,
y besar no saben,
sino sólo matando lo que toquen.
Pero el tuyo es
quizá raíz de todo nombre;
y si a ti del tuyo
te libran y ya
nunca más te nombran,
quizá vivan las rosas y los hombres.
10
Dicen algunos que qué más da
de qué color te vistas,
si de luto o si de oropel
o si de azahar
o si de púrpura fina,
o que te asomes tras el cristal
de lluvia o que en los cirios
del abril me florezcas o
me subas a ver
por el balcón del estío;
que qué más da si de cal y orín
pintada traes la cara
o de guerra carmín, o si
teñida de pus
la piel de escamas doradas,
o que me asaltes al revolver
la esquina, o que me arropes
con tus frías enaguas —que
qué más me dará—
al trasudar de la noche:
si al cabo —dicen— si tú eres tú,
la misma y una y sola.
Y es verdad lo que dicen: es,
por así decir,
verdad sin vuelta de hoja.
Y sin embargo, —no sé— ya ves,
tan pobres que nos dejas,
a tu fe tan esclavos, tan
criados a ti,
tan ricos de esta miseria,
que todavía te pido aquí
que vengas por lo menos
poco a poco, quitándome
con mucha vejez
sentido y sangre y deseos,
que se me vaya secando el sol,
ya casi apenas dulce,
que hable gente a mi lado, que,
según se me van
ensordeciendo, me arrulles;
y sobre todo, que nunca tú
me hagas saber tu hora
ni por boca de juez ni por
o ley o reloj
de veinticuatro pistolas,
que ni en cadalso, que ni a la voz
de «¡Fuego!», ni por doble
irrisión te me vayas a
querer presentar
con máscara tú de hombre.
Dicen algunos que qué más da
de qué color te vistas,
si de luto o si de oropel
o si de azahar
o si de púrpura fina,
o que te asomes tras el cristal
de lluvia o que en los cirios
del abril me florezcas o
me subas a ver
por el balcón del estío;
que qué más da si de cal y orín
pintada traes la cara
o de guerra carmín, o si
teñida de pus
la piel de escamas doradas,
o que me asaltes al revolver
la esquina, o que me arropes
con tus frías enaguas —que
qué más me dará—
al trasudar de la noche:
si al cabo —dicen— si tú eres tú,
la misma y una y sola.
Y es verdad lo que dicen: es,
por así decir,
verdad sin vuelta de hoja.
Y sin embargo, —no sé— ya ves,
tan pobres que nos dejas,
a tu fe tan esclavos, tan
criados a ti,
tan ricos de esta miseria,
que todavía te pido aquí
que vengas por lo menos
poco a poco, quitándome
con mucha vejez
sentido y sangre y deseos,
que se me vaya secando el sol,
ya casi apenas dulce,
que hable gente a mi lado, que,
según se me van
ensordeciendo, me arrulles;
y sobre todo, que nunca tú
me hagas saber tu hora
ni por boca de juez ni por
o ley o reloj
de veinticuatro pistolas,
que ni en cadalso, que ni a la voz
de «¡Fuego!», ni por doble
irrisión te me vayas a
querer presentar
con máscara tú de hombre.
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