9/6/09

Especial Madrid

Desde hace unos meses no pasaba por la Puerta del Sol madrileña. Ayer lo hice, bajando por Montera, y al llegar a la plaza los ví, sobresaliendo de las vallas que rodean las obras: dos a modo de gigantescos caparazones, de enormes carcasas o ampollas surgidas del suelo, elevándose a la altura de varios pisos, como tres o cuatro. Son, según me explicó el amigo con el que iba, las claraboyas que darán luz natural a la estación de transportes ("intercambiadores", los llaman desde hace unos años) subterránea que están construyendo, y que albergará autobuses, metro y tren de cercanías, repitiendo la operación llevada a cabo en otros sitios de Madrid, como Príncipe Pío o Moncloa, este último, por cierto, por donde he pasado varias veces después de su inauguración, con un resultado, para mí al menos, agobiante: aglomeración de gente circulando a toda velocidad; colas enormes en las paradas de autobuses; ruido, probablemente amplificado y rebotado por los techos de la estación; tiendas, ¡cómo no!, etc.: en definitiva lo mismo que arriba, como un mundo simétrico sumergido, con las mismas leyes.
        Pero a lo que iba. Aparte de la utilidad o no de semejante estación, y de la necesidad de hacer pasar por la plaza una línea de cercanías, el efecto que produce en el paisaje de la plaza es desastroso: me di cuenta cuando al entrar por la carrera de San Jerónimo giré la cabeza y, prácticamente, la plaza había desaparecido, oculta tras las nuevas estructuras; las embocaduras de las calles Mayor y Arenal y la manzana de casas entre ambas calles, missing.
         No es que tenga uno animadversión por la arquitectura moderna, incluso seguro que en otro sitio, las construcciones mencionadas, que en sí mismas son bonitas, me gustan, serían espléndidas, pero en la Puerta del Sol, no, en mi opinión, y no tanto por una mezcla de estilos como por, según he dicho al principio, una cuestión de perspectiva.

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